Por Verónica Lozada-Maldonado
¿Sorprendidos? Yo, no tanto. Porque sé que México tiene tradición albergando refugiados: lo hizo con los españoles de la guerra civil española; intelectuales chilenos perseguidos por el régimen golpista de Pinochet y los cubanos Fidel Castro y compañeros, que hasta recibieron recursos para construir un barco y armas con que derrocaron el régimen de Batista; solo por mencionar unos ejemplos bastante conocidos. ¡Eso ya es historia!
Lo que sí me causó mucha extrañeza fue enterarme de que a estos jóvenes sirios, a través del proyecto Habesha, les otorgarán una beca completa en la Ibero –aunque también los mandarán a otras universidades privadas, como la Panamericana de Aguascalientes, la UVM, y otras como esas, reservadas solo para la élite en México–, además de seguro médico y fondos de manutención para renta y comida de alrededor de 4.5 salarios mínimos mensualmente –a 10,944.00 pesos, casi 11 mil pesos, muchísimo más de lo que le andan pagando en estos días a un joven profesionista mexicano recién egresado por acá. ¡Pues vaya qué afortunados!
Y como para que nadie se indigne preguntando por qué no se ayuda así a los de “casa” —y conste que aquí tenemos millones, que sin oportunidades ‘ni estudian, ni trabajan’; “ninis” a los que nadie contrata, porque no tienen estudios ni experiencia y es el círculo de nunca acabar—; hicieron la aclaración de que se trata de un proyecto de financiación privada. ¡Vaya filantropía, muy esplendida con estos chicos afortunados!
Al menos eso es lo que publica el Reforma en el artículo “Sirios en México”. Que el dinero es privado, aunque no dice de quién o quiénes, y que participan instancias gubernamentales para poder coordinar la llegada de los jóvenes, entre ellas la Comisión Mexicana de Ayuda a los Refugiados (COMAR)—institución que nunca he visto moverse así por tantos latinoamericanos en desgracia que ingresan a este país— cobijada por la Secretaría de Gobernación. Así que no es tan así como que todo está costando dinero de “privados”, también por supuesto hay recursos del Estado moviéndose a favor de estos afortunados y verdaderamente privilegiados jóvenes sirios. Y habrá que ver si la fundación privada que está impulsando este proyecto, en verdad no recibe recursos del Estado mexicano; eso todavía debe cerciorarse, no debe bastar una versión mediatizada como para tomarla por verdadera.
Me alegra que México pueda solidarizarse con quienes huyen de las malas condiciones en sus países de origen—eso también me recuerda a los millones de compatriotas que han arriesgado su vida en busca de oportunidades que no encuentran aquí, en su propia tierra—. Pero lo que me causa malestar y mucho, es la doble moral de esa supuesta solidaridad mexicana, sobre todo con tantos recursos puestos a disposición de estos estudiantes, como jamás lo han hecho con jóvenes mexicanos. Me hace ruido una #SolidaridadTanEspléndida con unos prójimos no tan próximos, pero que, convenientemente, esa generosa solidaridad ni se entera de las condiciones de millones de prójimos jóvenes en este país para ayudarlos. Jóvenes, en cuyos destinos no se avizora la oportunidad, ni la esperanza. Me pregunto cómo se puede ver la desgracia del vecino y no la que ocurre adentro de la propia casa. Además de molestia, me levanta muchas interrogantes sobre la ética del proyecto; me explico:
En 2011, fueron asesinados dos jóvenes estudiantes de normales rurales en un bloqueo a una carretera en Acapulco; que ante los oídos sordos, pretendían hacerse oír con esa medida de presión, para que el gobierno federal aumentara los recursos destinados a la ración de alimentación diaria por estudiante que ni siquiera llegaba a 35.00 pesos diarios para tres comidas; ellos pedían que por lo menos aumentaran a 50.00 pesos. No es de extrañar que casi diariamente la dieta consistiera en arroz y frijoles, que era para lo que apenas alcanzaba.
Estas escuelas, tipo internado, donde los estudiantes duermen en cartones en el suelo, no hay camas, menos colchones, pero se sienten dichosos de al menos esa oportunidad que el gobierno pensaba cancelar. Escuelas rurales, cuya masa estudiantil proviene de hogares precarios, hijos de campesinos, mineros, mujeres solas o viudas, huérfanos muchos de ellos, la mayoría indígena de poblaciones marginadas y para quienes esas normales rurales significan la única oportunidad de educación y supervivencia.
Además, jóvenes que no solo estudiaban; participaban en la administración del plantel, el comedor, la cocina, lavado de platos, producción agropecuaria, cría de ganado caprino, bovino-porcino, y que con orgullo presumían el sorgo y el maíz sembrado por ellos mismos en un área de dos hectáreas de la escuela. Trabajo cuyo producto se utilizaba para el mantenimiento de las propias normales rurales. Porque hay que decirlo, así fue pensado ese proyecto educativo postrevolución –cuando todavía le quedaba sentido patriótico a los gobiernos priistas que buscaban fortalecer el campo mexicano al mismo tiempo que garantizaban educación para todos.
Luego, en 2014, entre la noche del 26 al 27 de septiembre, hace dos años, cuatro meses y nueve días; fue cobardemente asesinado Julio Cesar Mondragón, estudiante normalista de Ayotzinapa —una de esas normales rurales—, a quien le desollaron el rostro estando vivo, como informó una primer pericial.
Ese mismo día, desaparecieron 43 estudiantes de esas escuelas normales rurales, cuyo único y gran reclamo era, una oportunidad digna con condiciones humanas para estudiar y construir un proyecto de vida como profesores rurales para sus comunidades indígenas olvidadas. Esas comunidades a las que el “progreso” nunca las alcanza, pero que también son muy merecedoras de estándares de vida digna; porque son mexicanos y antes que todo, seres humanos. ¡Esta parte de la historia no te la contará ninguno de los medios “chayoteados”, ellos solo bombardean a la sociedad con versiones que pintan a los estudiantes como peligrosos criminales! ¡Jóvenes para quien la sociedad mexicana ha mostrado escasa por no decir nada de solidaridad! Claro, les parece normal que un indígena tenga que comer toda la vida solo arroz y frijoles sin que además se atreva a reclamar condiciones de vida digna.
Así que, para cerrar con broche de oro, la articulista cita a Agustín Hernández Berea, uno de los colaboradores del proyecto Habesha, argumentando que la razón del proyecto es porque México es un país bastante solidario. Somos un pueblo buena onda”.
Yo digo que no es cierto. No somos un país bastante solidario y un pueblo buena onda. Es una solidaridad muy hipócrita, de doble moral. Un país que levanta banderitas en solidaridad con Francia, pero no las pone por los estudiantes mexicanos, indígenas y campesinos, de escasos recursos, arteramente asesinados o desaparecidos por reclamar una oportunidad de estudiar dentro de parámetros humanos y de vida digna.
Si, casualmente, esa solidaridad es selectiva, o por encargo, no es solidaridad. Una solidaridad que desprecia a los indígenas de nuestro país, pero que se vuelve espléndida con otros vecinos, sin importar que atraviese siete mares para auxiliarlos; pues al menos es una solidaridad que me hace sospechar de sus buenas intenciones. No es íntegra. Bien por los jóvenes sirios que están recibiendo todo este apoyo, muy mal por una solidaridad hipócrita que anda de “quedabien” con los de afuera y a los de casa, ni un vaso de agua. Ajá, y ya sé que habrá quien se escandalice por llamarle “solidaridad hipócrita”, porque a la hipocresía siempre le resulta incómodo que la llamen por su nombre.
Ser un país bastante solidario y un pueblo buena onda, implicaría serlo siempre y con todos.