Lenguantes/CIMACFoto: César Martínez López
Por Ethel Z. Rueda Hernández*/Cimacnoticias
CIUDAD DE MEXICO, 23 de agosto del 2017.- Con frecuencia la tarea de elaborar un texto me resulta tortuosa. Entre otras muchas razones, porque la palabra tiene una fuerza que está más allá de mí, una fuerza que escapa a toda intención, a todo cálculo, y eso me abruma. Decir implica llegar a términos con esos efectos, siempre imprevisibles, que el discurso público tiene, plantarles cara. La mayor parte del tiempo no siento otra cosa que una profunda incompetencia en ese terreno.
En el caso de temas relacionados con el feminismo, se añade una inquietud debida a la existencia de amplio número de publicaciones que han abordado ya, una y otra vez, casi cada tema que pueda pensarse desde una perspectiva feminista. ¿Qué valor puede tener entonces un texto más, sobre un tema discutido y vuelto a plantear innumerables veces? ¿Cuál es el sentido de revisitar problemas, debates, temáticas, que parece que deberían haber sido superadas varias generaciones, y publicaciones, atrás? No se trata sólo de considerar lo que voy a decir en función de hipotéticas personas receptoras, en establecer el qué, el cómo y el por qué debería importarles. Se trata también de añadir algo, de no repetir sin sentido, de no ser autocomplaciente en mis múltiples descubrimientos del agua tibia.
Tomemos por caso la cuestión del lenguaje incluyente, que era mi interés primero cuando me planteé comenzar con este texto. Las exclusiones de género que operan por medio del lenguaje, y los modos en que pueden subsanarse, o en que el lenguaje mismo puede servir al menos para visibilizar esos sesgos (misóginos, homofóbicos, racistas, clasistas), es un debate que de ninguna manera puede llamarse nuevo, y que se ha tratado ya desde diversas esferas del feminismo. Esto es evidente desde la forma misma de nombrar la problemática, que puede aparecer como lenguaje inclusivo o incluyente, como no sexista, o con perspectiva de género. Cada una de esas maneras de nombrar es testimonio de una serie de posicionamientos y reflexiones en torno al sexismo que inadvertida(o advertida) mente producimos con/en el lenguaje.
Se puede abordar el asunto desde el periodismo, y proponer manuales de estilo, o guías editoriales. También se puede hablar del tema desde la lingüística, y discutir en qué sentido la consabida economía de la lengua confronta la producción de nuevos cánones, y la voluntad explícita de politizar ciertos usos de la lengua de las personas hablantes. Se puede pensar si la exigencia de un lenguaje inclusivo tiene sentido en ámbitos públicos, o académicos; si es susceptible de volverse coloquial, de generalizarse; si es una forma que cae siempre del lado de lo informal, inaceptable en contextos formales (universidades, instituciones del estado, medios de comunicación).
O puede discutirse la forma en que se presenta esa inclusión, si por multiplicaciones de sustantivos, pronombres, artículos (niñas y niños, ellos y ellas, las y los, etc.), o por sustitución de las terminaciones de género (amigxs, alumn@s, otres). Puede pensarse en quién se incluye en esta inclusión, si se trata de afirmar una cierta paridad entre hombres y mujeres, o si se trata de establecer un lenguaje tan despojado de esa determinación de género como sea posible, para que personas que no se identifican ni como hombres, ni como mujeres, puedan también ser nombradas.
Todos estos puntos de hecho se han discutido ya, en múltiples ocasiones, en diferentes contextos, por personas más competentes y conocedoras que yo respecto al lenguaje, sus cambios y sus efectos. Lo cual me lleva, por un lado, a cuestionarme sinceramente: ¿qué puedo yo aportar a esta conversación? Y a la vez me refiere a una pregunta igualmente personal, pero más amplia: ¿cuándo puede considerarse que una discusión ha sido superada en el feminismo?
Aquí quiero volver al tema de la lengua, en particular al cambio lingüístico, que sería propiamente el terreno en el que se desenvuelve el debate sobre el lenguaje incluyente. La lengua, la nuestra, pero también todas las demás, mientras está viva, es decir, mientras tiene una comunidad de hablantes, está en un proceso permanente de cambio. Diferentes niveles de la lengua cambian a velocidades distintas: mientras que el léxico se renueva a una velocidad acelerada, tanto que nosotras mismas no reconocemos muchas de las palabras que usan personas más jóvenes, o mayores, la sintaxis puede mantenerse por siglos, e incluso milenios.
Cuando aprendemos una lengua, esta se adquiere como una serie de conocimientos cuya validez tiene distintas temporalidades. Algunos serán ciertos durante nuestra vida entera, lo han sido durante la de numerosas generaciones que nos preceden y probablemente lo serán para muchas generaciones venideras. Esto no implica que sean inmutables, quiere decir más bien que cambian de un modo casi imperceptible en la temporalidad de una vida humana. Se trata de conocimientos que cada nueva generación debe aprender para poder hacerse con la lengua. Ser hablante del español es tener esos conocimientos: cómo se conjugan los verbos, cuáles son los pronombres personales, cómo se ordenan en una oración los constituyentes sintácticos, etc.
No porque esa adquisición se repita, generación tras generación, dicho aprendizaje causa fatiga, o es motivo de desesperación. No se considera anticuada o retrógrada la repetición de estos aprendizajes. En cambio, por supuesto que se considera anticuado pretender que hay una distinción fonética entre “b” y “v” en español. Y con razón.
Tal vez el feminismo funciona igual. Tal vez, en este continuo hacernos feministas, tropezamos con una estructura casi lingüística: hay conocimientos, discusiones, problemas, que son insuperables. Cuya adquisición conforma el núcleo de lo que implica ser feminista. El sexismo de la lengua podría ser uno de ellos, un aprendizaje por el que cada nueva feminista debe pasar en algún momento de su construcción como tal. Y es posible que como ese haya muchos más temas y problemas que, aunque no son inmutables, no van a ser superados, porque inmiscuirse en ellos es lo que significa ser feminista. Por ejemplo, la brecha salarial, los derechos sexuales y reproductivos, la representación mediática, el acceso a la educación, la visibilidad en el espacio público.
No se trata de una repetición superflua, sino de una necesaria, como aprender la diferencia entre ser y estar es parte de aprender español. Y así, volver a decir, una vez más, lo mismo que ha sido dicho tantas veces antes, no necesariamente implica un trabajo inútil. Así como hay elementos de la lengua que envejecen, hay elementos en el feminismo que no son susceptibles de ser actualizados. Pero no toda discusión caduca, no todo problema pasa de moda, ni ha de superarse. Hay tensiones que se mantienen, que son ellas mismas lo que es el feminismo. Hay saberes que no se vuelven obsoletos. Con esto en mente, tal vez pueda poner en perspectiva mi propia colaboración en el debate. Y que la escritura fluya de manera menos tortuosa. O no.
*Estudió Filosofía en la UNAM con interés en el pensamiento crítico y las problemáticas de género @alzilei