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“Entre líneas y grietas”: Caminar con la filosofía: reflexiones de una joven filósofa

 

Por Astrid Dzul Hori

Hoy es el Día Internacional de la Filosofía. Como cada año, hay eventos, simposios, conversatorios, artículos de divulgación, videos y demás. En lo personal, me gustaría compartirles una reflexión de cómo he vivido y vivo la filosofía actualmente. ¿Por qué tomarse el tiempo de leer esto? Porque muchas personas ignoran qué es la filosofía, de qué vive una filósofa y cómo impacta esta rama del conocimiento en la vida cotidiana. En pocas palabras, porque quiero compartir mis reflexiones y aprendizajes personales sobre cómo es vivir acompañada de la filosofía.

Antes de comenzar, me parece importante hacer la siguiente aclaración: no hablo en nombre de nadie más que de mí misma. Mi sentipensar al respecto de esta rama del conocimiento no es generalizada, tanto así que buscan desaparecerla de la enseñanza del nivel medio superior, como si fuera desechable, prescindible. Por ello, hablaré desde mi contexto: como estudiante de maestría en filosofía de la ciencia, como docente de filosofía en nivel medio superior y como filósofa por convicción, no sólo de profesión.

Se me puede interpelar haciendo mención de mis privilegios, así como de mis prejuicios y sesgos. No estoy aquí para negarlo (sé dónde estoy parada). No es mi intención convencer de algo en particular a quien me lee. Esto es sólo de carácter anecdótico. Es una forma de agradecerle a la filosofía y a quienes me han enseñado sobre ella, porque hoy es un día significativo para recordar(me) dónde radica su relevancia.

Desde hace casi 10 años la filosofía se ha vuelto parte de mi cotidianidad. Mi papá solía hablarme de Aristóteles y de Kant mientras lavaba los trastes y yo lo acompañaba (sí, Kant, un filósofo alemán muy importante, es tema de conversación durante la realización de las labores del hogar). En la preparatoria, comencé a interesarme en Platón, Locke y Nietzsche. Leía en el pasillo, fuera del salón, cuando había hora libre. Tenía dudas, curiosidad y muchas ganas de conocer.

Durante el segundo año de preparatoria decidí que quería estudiar filosofía. En ese momento (y así lo recuerdo), sentí una iluminación al estilo de las pinturas de los santos del medioevo: toda una experiencia religiosa. Desde ese momento supe que la filosofía era el camino que quería construir y recorrer. Definitivamente, y sin miedo a equivocarme, ha sido una de las pocas certezas que he tenido en la vida.

Comencé la licenciatura en filosofía. Conforme avanzaban mis estudios lo que creía se iba desmoronando entre dudas y nuevos conceptos. Me transformé y me fui conociendo más, poco a poco. La filosofía de la cultura y los feminismos me atravesaron como lanzas. Me permitieron cree que otros mundos posibles podían ser construidos. La filosofía de la ciencia y de la tecnología me abrió un panorama nunca antes visto: no hubiese imaginado el alcance de tan bella rama del conocimiento.

Por otra parte, trabajar mientras estudiaba me dotó de otras perspectivas que me hicieron crecer. Si bien hasta este punto todo se lee como un ensueño, no lo es. A menudo, a quienes estudiamos filosofía, se nos desanima con frases como “la filosofía no sirve para nada”, “de eso no vas a vivir”, “lo que estás investigando ya lo dijo alguien más”, “eso que haces no es filosofía”, “la filosofía se hace de tal o cual forma”, etc. Muchxs llegan a creerlo y a encarnar tales escepticismos. Ligado a esto, los procesos de producción académica pueden ser muy violentos, tortuosos y agresivos, especialmente para lxs estudiantes de posgrado. Asimismo, las dinámicas al interior de los salones de clase y en los seminarios, entre pares o investigadorxs, puede reproducir violencias psicológicas, de género, abuso de poder e incluso acoso. Definitivamente, la filosofía no se ha salvado de las manipulaciones y opresiones patriarcales. Es más, muchas veces la emplean como aliada para ello.

Respecto a esto último, nombrarse “filósofa” (y no estudiante de filosofía o aprendiz de filósofx) siempre será disputable para quienes la filosofía se reduce a publicar artículos y libros, leídos por gremios muy específicos, o que sólo la representan los grandes personajes como Aristóteles, Platón, Hobbes, Wittgenstein, etc. Sin embargo, muy a su pesar, difiero y no lo acepto. La filosofía va más allá de las adscripciones institucionales con las que contemos, la cantidad de artículos o libros que hemos publicado, o las preguntas que nos interesen responder o la manera de contestarlas: la filosofía son formas de ver el mundo, de habitarlo y de significarlo. No en vano ha sido objeto de inspiración y motivación para individuos, colectivos, movimientos sociales, políticos, científicos, culturales y económicos.

Nombrarse filósofa siendo mujer en México, y nacida en el sureste (o en “la provincia”, como le dicen en el centro del país a todo lo que no es la Ciudad de México) toma tiempo, desconstrucción constante, esfuerzo y valentía. Para mí, no sólo ha implicado tomar espacios históricamente masculinizados (la academia y todos sus recovecos), sino encaminarme a la construcción de la propia voz narrativa, hacerme escuchar, ser respetuosa y respetada, ser compasiva cuando lo normal es la violencia, la humillación y el desprecio, y tejer redes desde el compañerismo y el apoyo, no desde la competitividad. Asimismo, apoyar en la construcción de los espacios que quiero habitar entre mis colegas y estudiantes, dejando de lado el menosprecio y el (auto)sabotaje.

Parte de todo este ejercicio constante de construir-cuestionar-destruir (sí, en bucle) son los cuestionamientos sobre qué tipo de filósofa quiero ser y cómo puedo lograrlo, de qué manera puedo abonar a los espacios en donde me enseñan y aprendo, y cómo puedo construir puentes para que las personas se acerquen a la filosofía desde pasiones alegres. En ese sentido, en mis interacciones con colegas, estudiantes, amigxs, familia y demás personas he aprendido, con ayuda de la filosofía, a ser crítica, perceptiva a las diferencias, a ser humilde, a buscar las mejores razones para sostenes mis ideas, a ser comprensiva y paciente.

Construirse filósofa en un mundo como en el que vivimos no es una tarea con fecha de entrega. De igual manera, la filosofía no sólo sucede en la cabeza (como lo ilustran las imágenes cuando pones la palabra “filosofía” en el navegador), sino que atraviesa el cuerpo individual y en su relación con el colectivo y sus circunstancias. Así de poderosa es la filosofía. De tal manera que parte de incorporarla a la propia vida es cuestionar constantemente a través de las mejores preguntas posibles (aquellas que encaminan constructivamente al análisis y evaluación, la clarificación y la búsqueda de posibles caminos) sobre nuestras creencias anidadas, encarnadas, cambiantes o en formación. Cuestionarse y razonar duele (más de lo que se cree comúnmente). No obstante, acompañarse de personas que apoyen el proceso de crecimiento intelectual y crítico es algo que aminora los estragos de este constante ir y venir construyendo-cuestionando-destruyendo.

Hoy, Día Internacional de la Filosofía, quisiera extender la invitación a replantear su valor, sus alcances, sus herramientas, limitaciones y aportaciones. A quienes nos dedicamos a ella profesionalmente, cuestionémonos qué clase de filosofía queremos hacer y para qué. Para quienes no se dedican a ella profesionalmente, pero les interesa (aunque sea en lo más mínimo), reflexionen qué tipo de herramientas les provee y cómo les ha ayudado a formularse mejores preguntas para las respectivas inquietudes. La filosofía es versátil: no la hagamos a un lado sólo porque aparentemente “no sirve de nada” (cabe preguntarse ¿en función de qué no sirve?), porque cuestionar nuestras creencias y experiencias puede ser removedor, o quien nos introdujo a su estudio no supo cómo hacerlo. La filosofía es una oportunidad y un camino que ha valido toda la pena, los retos, los afectos y esfuerzos.