Por: Astrid Dzul Hori
Para Stephany Dzul.
2022. Otro año más y la pandemia no cede. El virus, siempre en movimiento, muta y se adapta a las adversidades del entorno y a sus recipientes (nosotrxs).
2022. La versión 2.0 del 2020, o eso dicen los memes.
2022. Y la esperanza es lo último que muere, o al menos eso es lo que reza el dicho, gastado por tantas esperanzas depositadas.
2022. Enfermedades, curas, cambios, retrocesos…un año que comienza con el familiar movimiento de la montaña rusa.
2022…y al igual que el año pasado, clausuré la vuelta al Sol leyendo un libro. Este llegó a mis manos como caído del cielo: una persona que quiero mucho me expresó su intención de leerlo de nuevo, así como de saber mi opinión al respecto. Así que decidí leerlo. Se trata de De profundis de Óscar Wilde. Es una extensa carta que le escribe a su amigo Lord Alfred Douglas, durante su encarcelamiento en la prisión de Reading por el crimen de sodomía, en marzo de 1897. En dicha carta, le dice a su amigo lo desgraciado que es por culpa suya. Asimismo, hace una reflexión sobre su labor como artista, así como las decisiones que lo llevaron a ser quien es en ese momento y lo que se plantea para el futuro, dada su inminente desgracia.
Si bien la carta es rica en múltiples reflexiones de corte estético, ético, religioso y literario, me gustaría enfocarme en la idea de profundidad. Para Wilde la profundidad es un privilegio ante el dolor. Es decir, quien no haya sentido dolor no puede navegar en las profundidades de sí mismx: “En realidad el dolor es una revelación, pues por él uno conoce aquello en que nunca se había pensado, y se considera la historia bajo un muy distinto punto de vista” (1). El dolor revela en cada unx lo que antes permanecía invisible, desconocido o ignorado, dados los placeres y disfrutes en los que cada unx se encontraba (estos también conllevan sus respectivos aprendizajes).
Cuando Wilde habla de dolor, se refiera sus propias experiencias: estar encarcelado, haber perdido sus bienes y a su familia, y la vergüenza que cargaría en sus hombros el resto de su carrera literaria. No obstante, la idea de que el dolor es una revelación que nos conduce a las profundidades de unx mismx me parece que puede trasladarse a cualquier experiencia denominada como “dolorosa”. Esta última, en sus diferentes presentaciones, conduce a replantearse la existencia misma: ¿por qué se vive como se vive? ¿Qué me causa tal dolor? ¿Cómo he llegado tan lejos? ¿Cómo puedo aliviarlo?
La aseveración de que el dolor es una revelación que nos conduce a nuestras profundidades suena fatalista y poco esperanzadora. Sobre todo, cuando Wilde dice que: “Los mundos están hechos con dolor, y sin dolor no puede nacer un niño ni una estrella” (2). No obstante, no hay que olvidar que el dolor es una parte constitutiva del ser humano, dada su peculiar vulnerabilidad. No podemos escapar de él. Dado eso por sentado, las dos opciones que suceden a esto son: permanecer en el dolor, o buscar la sanación y aprender del proceso. En cualquiera de los dos casos, no cabe duda de que nadie pasa desapercibidx el dolor que siente. La diferencia radica en cómo se habita y qué se hace con lo que se obtiene de él, porque no sólo se manifiesta en la carne, sino también en los pensamientos. Se hace presente. Es como un muro que no permite avanzar. No puedes esquivarlo. Sólo está ahí, retándote y esperando a que tomes el siguiente paso.
El dolor es una experiencia y un proceso: “Lamentar la propia experiencia es como impedir el propio desarrollo; negar la propia experiencia es como sellar con una mentira los labios de la propia vida. No es menos que intentar renegar de la propia alma” (3). Por ello, es que conduce por caminos nunca transitados, ya sea porque se construyen a partir de las novedades que el dolor conlleva o porque se desconocían o se ignoraban. Esta visión dual del dolor conduce a una especie de final: acaba con quién eras y lo que hacías. Te replanteas tu vivir tras el camino andado. Si decides adentrarte en las profundidades, y con ayuda de la imaginación, se pueden construir nuevos comienzos. Particularmente, para Wilde, el dolor lo condujo a concebir su encarcelamiento no como un final, sino como un nuevo comienzo.
El dolor, la profundidad, el fin, el comienzo…todo se vincula con el conocerse a sí mismx. Esto, a su vez, Wilde lo relaciona con la responsabilidad: “nadie puede volcar sobre otro su responsabilidad. Esta acaba siempre por volver a aquel a quien corresponde” (4). Es decir, no podemos huir de las consecuencias de nuestras acciones. Ni de las consecuencias de las acciones que las demás personas ejecutan sobre o por nosotrxs. Lo que se es, se tiene y se hace es responsabilidad de cada quien. El dolor muchas veces no es opcional, más lo que sigue después de él puede ser producto de una decisión personal.
Por ello, “en todos nuestros procesos nos jugamos la vida…” (5) En ese sentido, me parece que De profundis es una invitación (tácita o no tanto) a apreciar el valor y la belleza del dolor. Dicha versión “optimista” del dolor es posible en la medida en que lo vinculemos fundamentalmente con el ejercicio de profundizar en nosotrxs mismxs. Y esa es la invitación para este año que comienza. Muchxs de nosotrxs hemos vivido dolores múltiples y diversos. No obstante, algo se puede hacer con ello es aprender, construir y comenzar de nuevo. Permanecer en el dolor puede ser contraproducente para nuestro respectivo proceder individual y colectivo. Definitivamente, el autoconocimiento y la introspección a partir del dolor no son nada placenteros, pero me parece que, ante el panorama tan polarizado de violencia, enfermedad, hambruna, pobreza y decadencia, puede ser un arma que nos ayude a reivindicar nuestros respectivos proyectos de vida individuales y colectivos.
(1) (2) (3) (4) (5) Wilde, Óscar. De profundis.